LA OPCIÓN FRANCISCANA
El año pasado muchos tuvimos la oportunidad de conocer el libro “The Benedict Option” (La opción de Benito). En este libro, el autor interpreta la espiritualidad benedictina en el contexto de una nación post cristiana y propone una manera en que los cristianos deben interactuar en nuestra sociedad actual y los retos que esta nos impone. Libros y escritos de corte similar se han vuelto comunes en estos días en los que la fe cristiana se ve una vez más llamada a reconsiderar su lugar en una sociedad que cuestiona su esencia y su propia existencia. Más allá de una consideración u otra, el ejercicio de escudriñar nuestra fe y desde ella ofrecer respuestas a la experiencia humana es siempre loable y necesario si queremos seguir ofreciendo a generaciones venideras la fe una vez entregada a los santos.
Nuestra sociedad hoy, -quizás más que nunca en nuestra historia, tras el bienestar económico que hemos experimentado después de las revoluciones industriales- valora el dinero, el poder adquisitivo, las influencias y los bienes materiales más que en el pasado. El tener dinero, o acceso a una audiencia, o el que se reconozca que tenemos la razón y estamos en lo cierto nos hace sentir fuertes, a cargo, poderosos. Con frecuencia sentimos que nuestro valor viene del poder que somos capaces de ejercer sobre otros, gracias a los bienes que podemos adquirir, o al alcance de nuestras opiniones. Consecuentemente, estamos acostumbrados a buscar ese poder. A buscar audiencias cada vez más grandes, trabajos cada vez mejor pagados, oportunidades para demostrar nuestra sapiencia a más gente. Nuestro valor se mide en seguidores, en likes y retuits, en volvernos virales por un comentario incendiario, una respuesta cortante, una victoria ante un enemigo.
Al fondo de todas estas realidades se encuentra la relación del ser humano con el poder. Ya desde el Génesis vemos cómo Adán y Eva se ven tentados por el poder del conocimiento del bien y del mal, de ser como Dios, alejándose del plan que Dios había trazado para ellos en los primeros versos de la historia. El poder – y su adquisición- es una de las preguntas más profundas de la experiencia humana y uno de los retos más grandes para la vivencia de una fe cristiana auténtica. Cristianos de todas las generaciones han lidiado con el poder e iluminados la Palabra de Dios, han compartido con nosotros sus respuestas y su experiencia. Francisco y Clara de Asís forman parte de este grupo de cristianos que han dedicado su vida a ofrecer una respuesta diferente.
En pleno siglo XIII, cuando Francisco y Clara vivieron en Asís y sus alrededores, gracias al sistema feudal, la Iglesia poseía un poder que no había experimentado anteriormente. Aliada al sistema político la iglesia se erigía como gran poseedora de tierras, de influencias, con un poder casi ilimitado.
En medio de esta realidad Francisco, Clara y los primeros miembros del movimiento franciscano experimentaron a Dios en una manera que los llamaba a retar la experiencia social y eclesial y buscar a Dios en lugares y con actitudes diferentes. Muchos conocemos el énfasis en la pobreza radical que Francisco y Clara vivieron y predicaron. Ciertamente, las primeras reglas de San Francisco muestran altas exigencias en la vivencia del consejo evangélico de la pobreza. Los frailes menores podían tener sólo un hábito, debían regularmente andar descalzos, debían trabajar para sustentarse ellos mismos y a aquellos a quienes servían y no podían aceptar dinero nunca como pago. (1) Sin embargo, decir que Francisco estaba exclusivamente enfocado en la pobreza material como fin sería una lectura ligera del Franciscanismo.
Al fondo de la experiencia franciscana está la identificación con el Cristo pobre y crucificado, con el acto kenótico de Jesús, en todas las dimensiones de la vida humana. La figura de Jesús como Siervo es la raíz teológica de la minoridad servicial. La cristología franciscana está basada en el Cristo descrito en el Cántico de la Carta a los Filipenses (2: 6-11); en el Cristo que se despoja de su condición divina y que toma la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Esta misma imagen de Jesús Juan nos la da en el relato del lavatorio de los pies (Jn 13,1-17). En este mismo contexto de la Última Cena como expresión de la entrega total al servicio del Reino, Lucas refiere la disputa entre los discípulos por ver quién es el mayor. La propuesta de Jesús es contundente: el que sirve es siempre el menor, y «yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Esta es una cristología basada en el Jesús que nace pobre y humilde en Belén, vive sin tener donde recostar la cabeza y muere totalmente pobre y desnudo en la cruz. Asimismo, implica contemplar a Dios en su anonadamiento en el mundo hoy, en el pobre, en el pequeño, en el olvidado, en la creación mancillada, en todos los lugares donde Dios está encarnado y crucificado hoy.
En las reglas franciscanas originales los franciscanos no hacemos un voto de pobreza como era clásicamente entendido. Francisco y Clara usan el término “sine propio” – sin propio – para definir la actitud de los hermanos menores y las damas pobres. Sine propio se refiere no sólo a la pobreza material del hermano o hermana, sino a una actitud interior de desasimiento, de abandono, de búsqueda de simplicidad y minoridad. Se trata no de ser pobres, sino de abandonar el acto de poseer por completo, tanto de modo material como espiritual.
Francisco y Clara no ven la posesión per se como maldad o pecado, sin embargo, ellos ven que la posesión presenta un riesgo real de que la persona que posee se sienta merecedora de aquello que tiene y superior o mejor que aquellos que no poseen lo mismo que él o ella. Con frecuencia olvidamos que Dios es el Bien total de quien procede todo bien, y que, por tanto, debemos reconocer que todos los bienes son de Él y a Él se los debemos devolver (1 Reyes 17,17s). El que ha comprendido lo que es minoridad, «no se tiene por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más». (2)
En una sociedad como la de hoy, el mensaje de Francisco y Clara es cada vez más vigente y necesario. Quizás la respuesta que la fe cristiana puede ofrecer un mundo polarizado y dividido es no una de superioridad y juicio, o de aislamiento, sino la encarnación de una actitud de minoridad y simplicidad. En vez de reconocimiento, fama y poder para sentirnos valiosos, el camino franciscano nos ofrece en cambio una vía para liberarnos de estas ataduras por medio del abandono de los deseos de grandeza y poder. Se trata de encontrar nuestro valor en el regalo de nuestras vidas y nuestra humanidad, en el amor inmerecido de un Dios que por nosotros se encarnó y se entregó. Toda otra ganancia es nada ante el don de Dios por la humanidad. Con los ojos fijos en este Jesús y en su kénosis podemos ser liberados de las ansias de protagonismo que gobiernan nuestros círculos actuales.
Ante la pregunta del poder y su lugar en nuestras vidas, la respuesta de la espiritualidad franciscana es clara: el camino a la felicidad no está en la adquisición del poder, sino en liberación de sus ataduras. Libre de la necesidad de poseer, de ser el más grande, de ser el más respetado, el ser humano puede invertir sus energías en servir a Dios y al prójimo. La grandeza del ser humano entonces no está en su propia afirmación, sino en el saberse apoyar en Dios. Por eso, se realiza el que sabe restituir todos los bienes al Señor; porque quien se reserva algo para sí, está construyendo su personalidad en falso, ya que tarde o temprano se le quitará lo que creía ser su fundamento y seguridad, quedándose a la intemperie. (3) En la espiritualidad franciscana el desasimiento no es fin, sino medio para experimentar todo como gracia, como don, regalo del buen Dios que tanto nos ama.
Esta actitud profundamente contracultural nos abre un amplio camino de crecimiento, con relaciones en las que no buscamos poseer a la otra persona; con servicios profesionales enfocados en el servicio y no el enriquecimiento personal; con interacciones sociales donde hay espacio para admitir vulnerabilidad y error; una vida en comunión con la creación de Dios. La adopción de esta espiritualidad y camino de vida ofrece una oportunidad esperanzadora a la comunidad humana, porque ve al mundo no como algo que debemos conquistar y someter, sino como un don repleto del propio Dios que con su encarnación lo ha inundado. Atrevámonos a vivir humildes y en minoridad, desapegados de nosotros mismos y nuestras cosas, para encontrar la libertad radical de los hijos de Dios que nos promete el Evangelio -la buena noticia- de Jesús.
Regla no bulada caps II y VIII
Admoniciones 19,1s.
Admoniciones 18,2.