MOÑSENOR ROMERO NOS CONVOCA

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El Salvador podría ser el raro lugar donde un profeta sí tiene honor aún en su propio país. No se puede visitar a ninguna parte de El Salvador sin oír o ver el nombre o el rostro de Óscar Romero. No se puede llegar allí, de hecho, sin su supervisión. El aeropuerto de San Salvador ahora es el “Aeropuerto Internacional de El Salvador Óscar Arnulfo Romero y Galdámez.” Cada persona que entra al país por avión tiene que pasar por el nombre de Romero montado al lado del terminal en gigantes letras azules. 

Todavía me sorprende que esto fue una sorpresa tan grande para mí. Estaba allí en El Salvador en marzo por un peregrinaje—que significa que estaba allí más o menos a causa de Óscar Romero. Visitaríamos el lugar de su nacimiento. Visitaríamos su sepulcro. Nuestro grupo llenaríamos el pequeñito apartamento dónde él vivía como arzobispo y escribía sus famosas homilías, y entonces caminaríamos al otro lado de la calle para orar en la capilla dónde fue asesinado mientras celebraba la misa. Sabía que lo encontraría en cada uno de estos sitios—pero no sabía que también lo encontraría en todas partes.  

Lo más sorprendente fue la ubicuidad de su nombre entre los salvadoreños no católicos que conocimos y con quien viajábamos. De la misma manera que los católicos, nunca dejaban de saludarnos, y cuando nos separábamos, nunca nos dejaban de bendecir en el nombre de San Óscar Romero

Los santos no son un problema para mí. Al contrario: como muchos Anglicanos jóvenes, quienes se han convertidos en anglicanos de una tradición más Evangélica, tengo una curiosidad fuerte por las cosas, como los santos y los sacramentos, que me eran prohibidas (porque eran demasiado “católicas”) durante mi juventud en la iglesia bautista. Pero los santos sí eran un problema para nuestros antecesores anglicanos. “La invocación de los santos” es condenado, además de otras doctrinas “vanamente inventadas” de la iglesia Romana, en el artículo XXII de los Treinta y nueve artículos de la fe, y los dos Tomás fundadores de nuestra tradición, Cranmer y Cromwell, estaban destruyendo los relicarios mucho antes que se escribieran los Artículos. 

En que consista exactamente “la invocación,” no estoy seguro. John Henry Newman (aunque quizás ya había empezado a cruzar el Tíber él mismo), trató de darnos alguna latitud. “No es que toda invocación sea un error,” dijo él, en su comentario sobre los Artículos; solo la invocación que da a los santos lo que propiamente pertenece solo a Dios. Por eso, hay mucho espacio para las peticiones “oblicuas, relativas, transitorias.” (1) Podemos pedir la ayuda de un santo favorito, siempre y cuando que nuestras intenciones se dirijan finalmente a Dios. Pero esta interpretación va en contra de las intenciones originales de los Reformadores. El Libro de Homilías, de lo cual Newman tiene la osadía de citar en este mismo tracto, concluye que “nosotros debemos invocar, ni a los ángeles, ni a los santos, sino sola y únicamente a Dios.” (2) Dar a Dios lo que es de Dios en el área de la oración, dice el autor de la Homilía, no nos permite nada más. Un solo mediador—Jesucristo—es todo lo que necesitamos, y todo lo que recibimos. 

Sugería yo que la posición “anglicana” más auténtica es decir que ninguna de estas dos posiciones es definitiva. Nuestra tradición es viviente, es abierta y no cerrada; hay espacio para disputar. Y en este caso, la tradición de verdad es tan inclusiva que puede incluir más de una sola opinión. Además, no es el carácter de los Anglicanos decirles a otros cristianos su deber o su doctrina. Si el obispo luterano de El Salvador—casi un santo él mismo, con refranes sabias como, “hay unos ricos que son tan pobres que no tienen nada más que su dinero”—quiere poner un busto del héroe católico asesinado en la esquina de su escritorio, pues, eso es una maravilla—pero no es una cosa que yo, su huésped, debo interrogar, como si yo fuera un inspector de la Policía de la Puridad Protestante. (“Me pregunto, Don Medardo: ¿qué diría el viejo Martín, o Melanchthon, sobre esta escultura…?”) 

Pienso que, de todos modos, estas preocupaciones dejan al lado lo central. La actitud fundamental de todos los que nombraban el nombre de Óscar Romero no era que nosotros estábamos llamando al Monseñor Romero; no: era él que nos estaba llamando a nosotros. Era una monja Franciscana que lo dijo mejor, durante una reunión de las Mujeres Ecuménicas de La Paz en que participamos: “Monseñor Romero nos convoca,” dijo. La sacerdote Anglicana, la pastora Luterana, y aún su compañera bautista señalaron su acuerdo. Estas mujeres, como todos los pastores Salvadoreños que conocimos, hablaban de “la lucha”—la lucha para la paz y la justicia. Y para ellas, obtener aún el derecho de juntarse a esa lucha había sido una batalla; la ordenación, el reconocimiento como ministras, había sido una lucha. Y veían que en el momento que ellas se reunieron (y cuándo nos dieron la bienvenida también) para compartir historias, y ser fortalecidas para la misma buena lucha que costó la vida de Óscar Romero en aquella capilla hace cuarenta años, Romero mismo estaba todavía en medio de todo. 

Quizás la “convocación” es muy cercana a la “invocación”—pero ojalá que la inversión de la dirección nos absuelva a los ojos de los Reformadores. ¿Puedo yo llamar a los santos? Esta es una pregunta controvertida para nosotros. ¿Puede llamarme a mí uno de los santos? Aquí no hay el mismo problema. Podemos decir que , y aún los iconoclastas más fervorosos pueden estar de acuerdo. Porque está claro que los santos nos hablan de la Escritura cada vez que la abrimos. Sus voces, sus historias, sus testimonios nos afectan, y nos cambian. Si decimos que un santo moderno como Romero, cuya memoria llena los lugares dónde vivió, sirvió y murió, todavía pueda “convocar” los que lo siguen—y pueda llamar y convocar aún a nosotros, nuestro grupo de peregrinos, desde lejos—no insinúa que él mantiene un poder más que ya aceptamos de otras personas benditas. 

Rowan Williams dice que los santos “hacen que Dios sea fiable” en el mundo. (3) Podría ser que él quiere referir a la idea anciana que la prueba—la verdadera prueba—de la Resurrección es visible en el testimonio de los mártires. ¿Como podemos estar seguros de que Cristo ha resucitado? Miren a todos sus discípulos que han vencido a la muerte, dice Atanasio. Ellos lo atacan, y lo pisotean “como si [la muerte] fuera algo muerto.” (4) Si eso puede ser dicho de alguna persona de nuestra edad, hay que decirlo de Óscar Romero. Monseñor Romero hizo que Dios fuera fiable a un pueblo que parecía abandonado por Dios. Monseñor Romero todavía hace que Dios sea fiable a los Salvadoreños, quienes miran hoy la prosperidad de los malvados, y el sufrimiento de los pobres, y cuyos ojos, dice el salmista, “padecerían esperando la ayuda de Dios” (Salmo 69:4) sin el ejemplo de los santos como Romero que ven a Dios en los pobres y se lo dicen a los ricos, sin temor a la muerte. 

Y quizás Romero hace que Dios sea fiable aun a personas como yo, personas del otro lado, cuya fe ha disminuido, no por esperar la ayuda de Dios, sino por la falsa seguridad de encontrar un Dios que pensamos que nos va a dejar en paz, con nuestros lujos y nuestras riquezas. Hay un poder en los santos como Romero que atrae aun a nosotros, que nos recuerda a un Dios que todavía convierte y hace discípulos, a un Dios fiable. Sí: Monseñor Romero también nos convoca.  

Todo esto ocurre, como explica Williams, porque la “nube de testigos” a que Romero pertenece, la comunión de los santos que fortalece nuestra fe, “no fuera perfeccionado aparte de nosotros” (Heb 11.40). Los santos solo “entran a su gloria cuando nosotros venimos con ellos” (5)—y por eso, convocar también significa enviar. Los santos mismos aún se están moviendo; ellos, de alguna manera, son peregrinos con nosotros. Su testimonio, fuerte y vivo, nos anima y nos impulsa. 

Como los otros peregrinos en mi grupo, no comprendía, pasando por aquellas letras azules en el aeropuerto cuándo llegamos a principios de Marzo, a que exactamente era convocado, ni por quien. No comprendíamos como cambiaría el mundo entero durante la semana que pasó. El coronavirus, era un fenómeno nuevo y distante cuando salimos, ya empezaba a precipitar los encierros y las encasases cuándo regresamos. Nuestro vuelo fue el último de El Salvador a los EE. UU. antes del cierre de la frontera de El Salvador. Cuando nos dijimos adiós en el aeropuerto aquí en Carolina del Norte, fue la última vez que la mayoría de nosotros vimos a nuestros compañeros del seminario. (La universidad anuló las clases, y los cursos en línea empezaron la próxima semana.) 

Pero el mundo bajo COVID-19 es el mismo de antes—solo visto con más claridad. Aún ahora, y aún aquí, adentro de las fronteras del vecino gigante del norte de El Salvador, los pobres sufren y los ricos descansan. Esto es más verdad hoy que ayer. Será más verdadero mañana que hoy. Entonces, si nosotros invocamos a Monseñor Romero o no, él nos invoca. Él nos enfrenta y nos pide a escoger un lado (aunque solo hay una opción para nosotros), pide que nos juntemos a la lucha, a venir con él y con todos los santos para que nuestra comunión sea hecha perfecta. 


  1. John Henry Newman, Tracts for the Times:  No. 90, §6: http://anglicanhistory.org/tracts/tract90/section6.html.

  2. Homily on Prayer: http://www.anglicanlibrary.org/homilies/bk2hom07.htm

  3. “Sermon at All Saints’ Margaret Street, London,” Nov 1, 2009: http://aoc2013.brix.fatbeehive.com/articles.php/856/archbishops-sermon-at-all-saints-margaret-street-london.

  4. On the Incarnation (St. Vladimir’s Seminary Press, 1996), p. 57/§ 57. 

  5. Williams, “Sermon at All Saints’ Margaret Street.” 

Philip Zoutendam

Philip Zoutendam is an ordained priest who currently serves at St. Titus' Episcopal Church in Durham, NC, through the Reimagining Curacies program.

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