¿QUÉ ES UN DIÁCONO?
Después de pentecostés / Efesios 2:11-22
El pasaje de esta mañana de Efesios está lleno de imágenes fuertes. Nos regresa a tiempos cuando estábamos alienados de Cristo, extranjeros sin esperanza en este mundo. Nos llama acercarnos a Cristo en su sangre, y en su carne—mediante el gran misterio del Sacramento de la Eucaristía. Nos recuerda de la nueva humanidad en la cual hemos sido injertados, una de paz. La ciudadanía en esta nueva humanidad, hace de nuestros cuerpos una morada de Dios.
Sin embargo, esta mañana quiero empezar en un lugar diferente y responder a una pregunta que me han hecho de muchas maneras desde mi ordenación en junio.
¿Qué es un diácono?
Bueno ¡yo soy diácono!
Hace un mes fui ordenado diácono. En la ordenación, escuchamos lecturas de las escrituras acerca de aquellos que son llamados a ministerios especiales, particularmente a los de servicio. Recordamos los primeros diáconos que fueron llamados por los apóstoles en el libro de los Hechos.
Hice ciertas promesas–votos–ante Dios, mi obispo, y delante de una congregación de testigos que representan a ustedes, la Iglesia. Prometí ser leal a la doctrina, disciplina y culto de la Iglesia Episcopal. Juré que creía que el Viejo y Nuevo Testamentos son la Palabra de Dios, y que contienen todo lo necesario para la salvación.
Ahora, podría parafrasear, pero este párrafo de la liturgia de ordenación lo resume de manera tan hermosa; así que lo compartiré en su totalidad:
Como diácono en la Iglesia, deberás estudiar las Sagradas Escrituras, nutrirte con ellas y moldear tu vida según sus enseñanzas. Deberás anunciar a Cristo y su amor redentor, por tu palabra y ejemplo, a aquellos con quienes vives, trabajas y adoras. Deberás discernir para la Iglesia las necesidades, inquietudes y esperanzas del mundo. Deberás asistir al obispo y a los presbíteros y presbíteras en la adoración pública y en la ministración de la Palabra y Sacramentos de Dios, y llevar a cabo todos los deberes que de vez en cuando se te asignen. Tu vida y enseñanzas constantemente deberán mostrarle al pueblo de Cristo que cuando sirven al desvalido, a Cristo mismo están sirviendo. (Libro de Oración Común p. 543)
Ahora el desafío, aquí, es que no soy llamado a ser diácono; soy llamado al sacerdocio. En nuestra tradición, somos ordenados a cierto orden — somos todos laicos, luego uno es ordenado diácono, sacerdote y obispo. Todo sacerdote fue primero diácono, y todo obispo fue diacono y presbítero primero. Por siglos, interpretábamos esto de manera muy humano como una jerarquía vertical–con los obispos por encima como los ministros más importantes, seguidos por los presbíteros, y luego los diáconos, y finalmente los demás. Afortunadamente esto está cambiando. Esto no es como vemos a la iglesia en el siglo veintiuno. Ahora, vemos que el ministerio no es algo que el obispo hace principalmente, sino que el ministerio de los laicos es el más importante, la fundación de la misión de la iglesia en la tierra. Ahora vemos que los ministros ordenados tienen un papel especial en apoyar a los laicos en el ministerio. Lo podemos oír ahí en los votos. Debo asistir a los obispos y los presbíteros en la celebración de los sacramentos. Debo anunciar a Cristo entre los que vivo, trabajo y adoro. Y lo más importante debo interpretar la iglesia al mundo y el mundo a la iglesia.
Ahora vemos una separación aquí entre la iglesia y el mundo; es la misma separación de la cual habla San Pablo en la carta a los Efesios. San Pablo escribe a un grupo de conversos en Éfeso, aquellos que eran gentiles o que estaban fuera de la comunidad de Israel por nacimiento. No eran miembros; el signo de membresía, la circuncisión, no se aplica a ellos. Sin embargo, Jesús cambió las cosas.
Jesús, trajo a esa gente.
Jesús borró las divisiones entre el pueblo de Israel y el resto del mundo.
Jesús sembró la paz.
De alguna manera, a través de la cruz, a través de su muerte y resurrección, Jesucristo hace posible derribar los muros que nos separan. Para aquellos primeros seguidores de Cristo, el muro étnico y religioso entre gentiles y judíos fue derribado; las personas de cualquier origen podrían convertirse en seguidores de Cristo. A través de Cristo, se formó algo más grande que un grupo religioso, o un club social, o incluso una sociedad. A través de las acciones de Cristo, el mundo entero es recreado, nacemos de nuevo, somos hechos una nueva creación.
Por eso nuestro Bautismo es tan significativo. No solo estamos declarando nuestra fe o simplemente uniéndonos a una organización (aunque estamos haciendo esas cosas). Estamos muriendo a nuestra vieja humanidad y resucitando a una nueva vida, una vida cristiana; una que es distinta en materia interna y apariencia externa de nuestra existencia anterior. Siempre que somos bautizados, cambiamos fundamentalmente, somos incluidos en algo nuevo. Así como hice votos y promesas y me convertí en algo nuevo cuando fui ordenado diácono, también nos convertimos en algo nuevo en nuestro bautismo: nos convertimos en laicos, esos miembros de la iglesia, de la cual Cristo es la cabeza. La iglesia es más que un edificio u organización. Es el propio Dios que habita dentro de nosotros. Es Cristo que nos une a cada uno de nosotros para convertirnos en un templo del Señor, un lugar donde se puede encontrar a Dios.
Entonces, aunque nuestro mundo todavía es un lugar fragmentado, y aunque parece que el mundo está más lleno de divisiones que nunca, los cristianos tienen un llamado diferente. La iglesia tiene un llamado diferente. “La misión de la Iglesia es restaurar a todas las personas a la unidad con Dios y entre sí en Cristo (Libro de Oración Común página 855)”. Y la misión del diácono es interpretar las necesidades de la iglesia al mundo y las necesidades del mundo a la iglesia.
Un diácono trabaja junto a los miembros de la iglesia, muchos de los cuales ya están al servicio de sus comunidades. Un diácono señala dónde nos quedamos cortos y erramos el blanco; porque aunque somos bautizados, todos tenemos necesidad de arrepentimiento de vez en cuando. Un diácono proclama el evangelio, como todos los cristianos; y un diácono tiene un ministerio especial de estudio y proclamación de esta palabra de Dios.
Todas estas cosas culminan el domingo por la mañana, en los cuatro roles principales que desempeño en la liturgia eucarística. Ayudo al sacerdote en el altar, preparando la mesa y limpiando después de ellos. Proclamo el Evangelio desde el medio de nuestro amado santuario, permitiéndonos escuchar lo que Dios nos puede estar diciendo hoy. Rezo las oraciones del pueblo, recordando a la iglesia y por el mundo, y por las preocupaciones particulares de nuestra comunidad. Aquí le traigo esas preocupaciones del mundo a Dios, en nombre de nuestra congregación.
Finalmente, doy voz a la despedida: nos pido que regresemos a este mundo cansado y que compartamos la luz de Cristo. Yo digo: "Vayamos en paz para amar y servir al Señor".
Así que vaya en paz. Dios ya ha hecho de nuevo el mundo, y algún día pronto dejarán de existir el dolor y los suspiros. Vaya en paz a ser reconciliador entre los alejados, a compartir el Evangelio con los que no lo conocen, a ser manos y pies de Cristo en el mundo; ser la Iglesia. Vaya en paz. Amén.