CRISTIANISMO: LOS ÚLTIMOS TRES MIL AÑOS

«Profundizarse en la historia -observó célebremente el cardenal Newman- es dejar de ser protestante.» En otras palabras, al aprender acerca de la iglesia primitiva y lo que los cristianos primitivos creían y las reivindicaciones protestantes ceden ante el diluvio de la verdad católica. Newman es solo el más ilustre de los muchos protestantes que han sido arrastrados por esta marea histórica hacia Roma. 

Pero esto es solo un lado de la historia. En una memorable ilustración de su aclamado sermón de desafío, el anglicano John Jewel comparó tales polémicas católicas en contra del protestantismo a una fuerza asediando una ciudad. Los defensores, al ver otro ejército en el horizonte, suponen que debe venir a reforzar sus atacantes y por fin abrumarlos, pero lo opuesto es la verdad. El segundo ejército está de su lado y juntos derrotarán al enemigo. Esto, Jewel declara, es cómo funciona el verdadero conocimiento de la historia de la iglesia en los debates teológicos. «Los doctores y viejos padres católicos -en realidad soportan al protestante- entonces los protestantes no deben temer estudiar la historia.» (1) 

Casi todos hacen la conexión entre la teología propria y la historia precisa. Desde la ortodoxia griega hasta los protestantes magisteriales y los anabaptistas, casi todo grupo cristiano se ve a sí mismo como una continuación o redescubrimiento de la manera en que Jesús quería que fueran las cosas antes de su corrupción por su oponente favorito: Constantino, el Papa, Martín Lutero o quien fuera. Entonces descubra usted la mejor fuente de la fe y práctica cristiana y aliénese con ella. Encuentre la iglesia que genuinamente continúa la enseñanza y comunión de los apóstoles y únase a ella. 

Esto era mi plan como un episcopal desatisfecho y curioso teológicamente en una universidad católica. Al empezar a pensar críticamente acerca de mi propria denominación, me parecía que el hecho de haberme criado en esta iglesia no era razón suficiente para quedarme. Estudié teología e historia para resolver mis proprias preguntas para poder descubrir cual iglesia tenía la razón y entonces convertirme a ella. 

Pero lo más que leía lo menos seguro me quedaba. Cuestiones históricas no se resuelven tan fácilmente como lo habían sugerido Newman, Jewel y sus compañeros disputantes. Lo que encontré era ambiguo, contradictorio y sobre todo demasiado complejo para ser resuelto por un joven de veintiún años. Agustín por ejemplo sonaba como el calvinista más severo al discutir sobre la gracia y el libre albedrío y luego como el más grande partidario católico al hablar sobre la doctrina de la iglesia. ¿Y qué decir de los ortodoxos, que proclaman convincentemente que Agustín no era la única voz antigua que valía la pena escuchar?

La salvación, la primacía del Papa, las escrituras y la tradición: la lista de cuestiones disputadas era larga. Partidarios de todo tipo pasaban horas tratando de convencer que la historia estaba de su lado, pero yo me quedaba preguntándome cómo analizar toda esa evidencia para encontrar la verdad.

Fue en ese ánimo que leí El Cristianismo: los primeros tres mil años de Diarmaid MacCulloch. Ningún libro puede hacer que uno se profundice en la historia por sí solo, pero el de MacCulloch puede, al menos, hacer que el lector tenga un conocimiento más amplio. Empezando por el judaísmo antiguo y el mundo que lo rodea, el libro intenta examinar toda la historia de nuestra religión, todos los lugares a los que ha llegado y todas las formas que ha adoptado.

Fue esta vertiginosa amplitud, esta atención a la variedad de creencias y prácticas cristianas a lo largo de los siglos, lo que reorientó mi perspectiva. La historia era más amplia de lo que las estrechas disputas confesionales hacían parecer. Para dar sólo un ejemplo, yo estaba acostumbrado a una narrativa cristiana que perdía interés en Egipto, Etiopía, Armenia y Asia central cuando estas iglesias rechazaron el concilio de la iglesia primitiva de Calcedonia en el año 451 d.C. que resolvió la cuestión de las naturalezas divina y humana de Cristo. Decir “resolvió” delata mi perspectiva limitada, porque para millones de cristianos en estas tierras y más allá, Calcedonia no resolvió nada. En lugar de descartarlos como herejes o notas a pie de página de la verdadera historia de la cristiandad occidental, MacCulloch relata su expansión geográfica, diversidad teológica y litúrgica y tenaz resistencia. «Los cristianos occidentales han olvidado que antes de la llegada del islam… había una buena posibilidad de que el centro de gravedad de la fe cristiana se hubiera trasladado al este, a Irak, en lugar de al oeste, a Roma ». (2) Su historia no refuta las conclusiones de Calcedonia, pero me encontré incapaz de descartar a estos cristianos, cualesquiera que fueran nuestras diferencias teológicas.

Lo más grande y variado que el tapiz de MacCulloch se convertía, lo más difícil era elegir un solo hilo y declarar que este era la única autentica manifestación de la fe. «No hay base más seguro para el fanatismo que la mala historia, que invariablemente es una historia demasiado simplificada ». (3) Los monjes irlandeses luchando por la perfección en sus chozas de piedra en las costas del Atlántico Norte; los emisarios de la Rus de Kiev deslumbrados por la Santa Sofía; Lutero, tomando pasos en su torre buscando un Dios de gracia; los esclavos afroamericanos cantando sus loores al Cristo de la pasión; la ordenación y el ministerio de la reverenda Florence Li Tim-Oi en medio del caos de la segunda guerra mundial en Hong Kong; los predicadores evangélicos en Tejas, Brasil, Nigeria y Corea del Sur. Cada una de estas es una historia cristiana, pero ninguna es la historia cristiana. 

Sobre todo, fueron los mártires que resolvieron mi búsqueda por una sola iglesia verdadera. «El santo pueblo cristiano -escribió Lutero- se reconoce exteriormente por su santa posesión de la sagrada cruz. Soportan cada desgracia y persecución, toda clase de pruebas y males del diablo, del mundo y de la carne… para llegar a ser como su cabeza, Cristo.» (4) Esta sagrada cruz como lo ha mostrado MacCulloch es la posesión común de cada denominación. El diablo, la carne y el mundo no presta ninguna atención a las diferencias confesionales de tanta importancia para los polémicos. Coptos y católicos romanos, evangélicos y ortodoxos han sufrido y muerto a manos de emperadores, turbas, regímenes totalitarios y, con angustiosa frecuencia, sus hermanos cristianos.

No es que las diferencias teológicas no sean importantes, como si todo vale y todas las expresiones de la fe fueran iguales. A menudo estamos en desacuerdo y esos desacuerdos tienen importancia. Pero la cruz que tenemos en común relativiza nuestras diferencias. La soberanía de Cristo de cual testifican todos los mártires es más fuerte que nuestros debates. Al leer, por ejemplo, acerca de la persecución salvaje de los anabaptistas tanto por protestantes magisteriales y católicos no me convence a repudiar el bautismo infantil, sino que me alivia de cualquier triunfalismo que «mi lado» (o cualquier otro) es evidentemente superior.

Hoy en día estoy satisfecho de ser un episcopal ligeramente reformado. Creo que esta tradición enseña mucho que es verdadero acerca de Dios, de la interpretación de las escrituras, de cómo aprender la voluntad de Dios desde la fundación del mundo. Y he prometido en mi ordenación «a ceñirme a la doctrina, disciplina y adoración de la Iglesia Episcopal». (5) Lo hice como mucho gusto porque la doctrina, disciplina y adoración de esta iglesia han formado y fortalecido mi fe de tal modo que ahora puedo ministrar a otros en el nombre de Cristo. Mis pies están bien plantados aquí. 

La enseñanza de la historia de MacCulloch no es el relativismo sino la humildad, no la indiferencia a la verdad sino el reconocimiento de la limitación de mi perspectiva (y sí su pecaminosidad). Debemos tener en cuenta la historia y la teología y hacer lo mejor para descubrir la verdad, pero siempre teniendo en cuenta que otros con fe en Cristo han creído, vivido y adorado de manera diferente. Jesucristo es Señor de todo, a través del tiempo y del espacio y entonces es señor de mi pequeño rincón de la historia cristiana también. Puedo confiar en mi tradición precisamente porque no tiene que ser perfecta, no tiene que tomar en cuenta cada detalle de la historia y de cada creencia correcta. Basta que Jesús es Señor de toda esta amplia historia. 

Librado de la ansiedad de resolver cada cuestión, puedo estudiar con feliz imperfección. Puedo admitir que los padres de la iglesia no están todos de acuerdo entre sí y que los debates de la reforma protestante no se resolvieron claramente. Puedo regocijarme y aprender de los santos del mundo entero en vez de rechazar los de las otras iglesias. Lo que divide es real, pero aquel que nos une es aún mayor. Mi iglesia conmemora a los mártires de siglo dieciséis, tanto católicos como protestantes con esta oración: «Concede que los que han sido divido en la tierra sean reconciliados en el cielo y compartan juntamente la visión de tu gloria por medio de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amen». (6) Aprender la humildad de la historia es anticipar esta visión de la comunión que transciende la confesión y los siglos, aquí y ahora. 

Jack Brownfield

The Reverend Deacon Jack Brownfield serves as Curate at St. Michael's of the Valley Episcopal Church, Ligonier, Pennsylvania. His writing has appeared in Earth and Altar and the Anglican Theological Review. Jack is a graduate of Princeton and Virginia Theological Seminaries and may be found on Twitter @jrbrownfield.

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